Por lo general las iconografías convencionales asocian
la noción de “homenaje” con el boato, esa cursilería rimbombante propia de lo
más decadente, por aristocrático, de la Europa medieval. La clave de la
hegemonía católica, de paso, ordena adornar el ceremonial de la muerte con la
consabida carga judeocristiana llena de culpas y disfraces que invocan a la
postración y el sufrimiento infinito. Lo que el burgués y la burguesía
entienden por “afecto” termina entonces convirtiéndose en un festival de
florilegios y regorgallas propias de gente asustada que, como tiene mucha plata
y no sabe qué hacer con ella, va y la invierte en sobresaturación de imágenes y
símbolos que no honran a la gente sino al poder.
A propósito de los homenajes, en 2012 ocurrió algo
significativo con esto de los símbolos culturales que la convención burguesa
considera homenajeables y dignos de premio y santificación. Venezuela entera
celebró el que la UNESCO haya decretado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad a
“Los diablos danzantes de Venezuela”. A casi todos los diablos danzantes de
Venezuela: alguien dejó fuera del paquete de diablos homenajeados a los diablos
de San Hipólito, manifestación cultural del municipio Alberto Arvelo Torrealba.
Los Diablos Danzantes de San Hipólito nacieron en
1810; son, por cierto, los más antiguos de Venezuela. La diferencia con los
homenajeados es que, mientras éstos tienen un sustrato católico que se refleja
en su ceremonial (son diablos sumisos: salen a la calle, cantan, parrandean,
pero cuando el cura ordena parar ellos se postran, apoyan la cabeza en el suelo
y se acabó la fiesta) los de San Hipólito son cimarrones y no andan postrándose
ante nadie. Su ritual es sencillo, populachero y más o menos caótico, y ensalza
la fiesta del pueblo por sobre el dato de sumisión o arrodillamiento. Los
diablos entran al lugar de la fiesta gritando, convocando a la gente; comienza
a interpretarse un golpe de polca, a cuyo ritmo unos devotos tejen un árbol a
la manera del sebucán. Luego se arma la parranda propiamente dicha con merengue
campesino, y más tarde con repiques de joropo (casi siempre seis por derecho,
periquera y pajarillo).
Como no hay autoridad religiosa que ordene no caerse
a golpes o a botellazos en mitad de la euforia colectiva, existen unas figuras
que son el Diablo y la Diabla Mayores, encargados de poner orden con un rejo o fuete.
Borracho que se propasa o que intenta violentar el ceremonial se lleva su
correazo, y así la disciplina se mantiene, autogestionada y sin policía, y el
castigo es visto más como un chiste que como un acto de represión. Cierto que
el día central de la celebración es el 24 de junio, día de San Juan, pero la
otra clave de estos diablos es que van para donde los inviten, en cualquier
momento del año.
Los Diablos de San Hipólito recorren Venezuela
varias veces al año.
Son adorados por el pueblo, porque son expresión del
pueblo, y detestados o vistos con recelo por la convención (de allí que no les
hayan dado el premio que otorga la visión hegemónica de “Cultura” en el mundo).
Son cimarrones, rebeldes, populacheros e “incómodos”,
porque no se amoldan a las reglas establecidas.
No serán homenajeados nunca por los
convencionalismos porque su sola existencia es una afrenta a los acartonados,
los falsos, los domesticados, los sumisos.
Los Diablos de San Hipólito nacieron en el eje San
Hipólito-Los Rastrojos, una serie de campos y caseríos en las afueras de
Sabaneta de Barinas.
Hugo Chávez nació en
uno de esos campos, en Los Rastrojos. Fue allí donde Mamá Rosa le enseñó las
claves del valor y la vergüenza. Ese pequeño poblado merece ser reconocido como
la cuna de la rebeldía americana.
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