Calabozo (estado Guárico) se llama así porque la
ciudad era precisamente eso, una localidad adonde enviaban a ciertos condenados
a pagar su condena. De muchas maneras se entretenían los moradores de un poblado
con semejante misión, y una de ellas era la charla, el intercambio de información,
historias y pareceres: Calabozo era en el siglo XIX un pueblo de habladores.
No es casual entonces que el preso más célebre de
ese pueblo-calabozo haya recibido condena a muerte en el año 1813 precisamente
por hablar demasiado. Ese caballero, recluido originalmente allí por haber
practicado la piratería en el mar de Las Antillas, con el tiempo se ganó
algunos derechos y uno de ellos fue el de hacerse pulpero y también viajero comerciante
de ganado, así que una o dos veces al año el hombre recorría toda la geografía
nacional vendiendo reses y cueros recabados ahí en Calabozo. Aprovechaba también
para ir nutriéndose de cuentos y sobre todo de noticias del acontecer nacional,
que por cierto eran candentes y dramáticas y tenían que ver con la guerra de
Independencia, con los avatares de Bolívar y la Segunda República.
En lo que fue su último viaje de comercio se empapó
de algo que en estos días llamaríamos “la opinión pública”, y ésta no les
favorecía mucho a los blancos criollos en el poder: el viajero, que sentía una
natural simpatía por la causa independentista, sólo escuchaba quejas y
opiniones nefastas sobre los republicanos, “esos engreídos mantuanos
esclavistas”. Como el viajero era chismoso pues se dedicó a difundir en
Calabozo, desde el mostrador de su pulpería, las espantosas opiniones
escuchadas en tantos pueblos de todo aquel país en formación. Habló tanto y tan
feo que las autoridades le metieron mano y lo condenaron a morir fusilado. Esa
fue una de las razones por la cual ese chismoso estelar, José Tomás Boves, cuando
entró en batalla no lo hizo del lado de la Independencia sino del lado de la
Corona. Pero no para defender a la Corona sino a los esclavos y sirvientes
víctimas de la opresión.
Uno de los amigos de Boves, un muchacho lenguaraz y
dicharachero a quien llamaban Juan Caribe, fue muerto por las tropas
independentistas. Cuentan que a este Juan Caribe le decían así porque alguien
lo empujó en un río lleno de esos peces carnívoros del llano así nombrados y en
el trance quedó marcado de heridas.
Pues este joven, a punta de verbo, entretenía y hacía
reír a Boves y a todo el que se acercaba a escucharle los cuentos. Un hablador
tan eficaz que era capaz de hipnotizar con el verbo hasta a los habladores.
En honor de este adolescente olvidado por nuestra
historia, al cronista no oficial (cronista popular y sentimental a fin de
cuentas) del Cantón y de todo el novísimo municipio Andrés Eloy Blanco (que fue
fundado en 1999); ese señor que responde al nombre de Rafael Antonio Contreras
Guerrero, lo llaman Juan Caribe.
A él nos remitieron para informarnos de la historia
de ese municipio en el que vivió de muchacho, cuando ese territorio todavía era
una dependencia del municipio Zamora. La crónica que nos narró comienza más o
menos así:
“Cuando yo vivía en Abejales (Táchira) conocí a Walter Márquez, ese político del Táchira que anda porái en silla de ruedas. Él era así como débil y tembleque desde muchachito,
caminaba todo torcido. Nosotros lo llevábamos a pescar para esos caños y ahí lo
empujábamos dentro del agua, nomás por el placer de verlo como se ahogaba tratando de nadar. Cuando ya nos habíamos reído y él había tragado
bastante agua lo sacábamos. Ahí mismo en Abejales conocí también a dos hermanos,
unos viejos llamados Antonio Castro y Moisés Castro. Había un viajero que
llegaba de vez en cuando de Apure con unos arbolitos de samán; venía el hombre cargado
de arbolitos en un bongo de esos que llamaban “puqui-puqui”, empujado con un
motor Lister. Bueno, el samán ese que está en la entrada de Abejales se lo
compró a ese viajero y lo sembró el señor Antonio Castro. Los hermanos Castro,
que eran herreros, se mudaron para El Cantón; ellos fabricaban arpones. Esa
gente pasaba la noche entera dándole martillo a un yunque y a unos hierros en
ese cantón, no dejaban dormir a nadie con esa golpeadera y la gente se arrechaba.
Uno de los que más se arrechaban era Pedro Rodríguez, un viejo habitante de El
Cantón, y se les paraba a las dos de la madrugada para hacerlos parar ese
ruido. Pero resulta que Moisés Castro era un hombre así de grande, y Antonio
era más viejo pero más grande, y entre los dos hacían correr al viejo Pedro.
Ahí vivía también un viejo que llamaban Mechas de Saco, que trabajaba en el
matadero. En ese tiempo había tanta abundancia que la gente comía carne con
carne: carne asada con carne cocinada. Porque es que ni topochos…”.
En honor de Juan
Caribe y de esa forma insólita y refrescante de narrar la historia del pueblo
hemos comenzado esta pequeña reseña como la comenzamos. Y la terminamos aquí,
para que usted se anime, busque a Juan Caribe y le pida que le cuente el resto. Pídale que le muestre, le lea y le comente el bulto de cuadernos de notas, historias, chistes, embustes, refranes y dichos, cuentos y apuntes que atesora: allí está la memoria informal de dos municipios.
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